EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA JUBILAR
Sábado 9 de abril de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio que hemos escuchado nos permite descubrir un aspecto esencial de la misericordia: la limosna. Puede parecer algo sencillo dar limosna, pero debemos prestar atención para no vaciar este gesto del gran contenido que posee. De hecho, el término «limosna», deriva del griego y significa precisamente «misericordia». La limosna, por tanto, debería llevar consigo toda la riqueza de la misericordia. Y como la misericordia tiene mil caminos, mil modalidades, así la limosna se expresa de muchas maneras, para aliviar el malestar de los que están necesitados.
El deber de la limosna es tan antiguo como la Biblia. El sacrificio y la limosna eran dos deberes a los que la persona religiosa debía atenerse. Hay páginas importantes en el Antiguo Testamento, donde Dios exige una atención particular por los pobres que, puntualmente, son los que no tienen nada, los extranjeros, los huérfanos y las viudas. En la Biblia esto es un tema constante: el necesitado, la viuda, el extranjero, el forastero, el huérfano… se repite continuamente. Porque Dios quiere que su pueblo mire a estos hermanos nuestros; es más, diré que están precisamente en el centro del mensaje: alabar a Dios con el sacrificio y alabar a Dios con la limosna.
Junto con la obligación de acordarse de ellos, se da también una indicación preciosa: «Cuando le des algo, se lo has de dar de buena gana» (Dt 15, 10). Esto significa que la caridad requiere, sobre todo, una actitud de alegría interior. Ofrecer misericordia no puede ser un peso o un fastidio del que liberarnos rápidamente. Cuánta gente se justifica a sí misma para no dar limosna diciendo: «Pero, ¿cómo será este? Este al que voy a dar, quizá irá a comprarse vino para emborracharse». Pero si él se emborracha, ¡es porque no tiene otro camino! Y tú, ¿qué haces a escondidas que nadie ve? Y tú, ¿eres juez de ese pobre hombre que te pide una moneda para un vaso de vino? Me gusta recordar el episodio del viejo Tobías que, después de haber recibido una gran suma de dinero, llamó a su hijo y los instruyó con estas palabras: «Como todos los que practican la justicia. Haz limosna. […] No vuelvas la cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara» (Tb 4, 7-8). Son palabras muy sabias que ayudan a entender el valor de la limosna.
Jesús, como hemos escuchado, nos ha dejado una enseñanza insustituible al respecto. Sobre todo, nos pide que no demos limosna para ser elogiados o admirados por los hombres por nuestra generosidad. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha (cf. Mt 6, 3). No es la apariencia lo que cuenta, sino la capacidad de detenerse para mirar a la cara a la persona que pide ayuda. Cada uno de nosotros puede preguntarse: «¿Soy capaz de pararme y mirar a la cara, mirar a los ojos, a la persona que me está pidiendo ayuda? ¿Soy capaz?». No debemos identificar, por tanto, la limosna con la simple moneda ofrecida deprisa, sin mirar a la persona y sin detenerse para hablar y entender qué necesita realmente. Al mismo tiempo, debemos distinguir entre los pobres y las distintas formas de mendicidad que no hacen ningún bien a los verdaderos pobres. En resumen, la limosna es un gesto de amor que se dirige a los que encontramos; es un gesto de atención sincera a quien se acerca a nosotros y pide nuestra ayuda, hecho en el secreto donde solo Dios ve y comprende el valor del acto realizado.
Pero dar limosna también debe ser para nosotros algo que sea un sacrificio. Yo recuerdo una madre: tenía tres hijos, de seis, cinco y tres años, más o menos. Y siempre enseñaba a sus hijos que se debía dar limosna a las personas que la pedían. Era la hora de la comida: cada uno estaba tomando un filete a la milanesa, como se dice en mi tierra, «empanado». Llaman a la puerta. El mayor va a abrir y vuelve: «Mamá, hay un pobre que pide para comer». «¿Qué hacemos?», le pregunta a la madre. «¡Le damos —dicen todos—, le damos!». —«Bien: toma la mitad de tu filete, tú toma la otra mitad, tú la otra mitad, y hacemos dos bocadillos». — «¡Ah no, mamá, no!». —«¿No? Tú da del tuyo, da de lo que te cuesta». Esto es implicarse con el pobre. Yo me privo de algo mío para dártelo a ti. Y a los padres les digo: educad a vuestros hijos a dar así la limosna, a ser generosos con lo que tienen.
Hagamos nuestras entonces las palabras del apóstol Pablo: «En todo os he enseñado que es así, trabajando como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir”» (Hch 20, 35; cf. 2 Cor 9, 7). ¡Gracias!