PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Aula Pablo VI
Miércoles, 13 de enero de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy iniciamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para aprender sobre la misericordia escuchando lo que Dios mismo nos enseña con su Palabra. Iniciamos por el Antiguo Testamento, que nos prepara y nos conduce a la revelación plena de Jesucristo, en quien se revela de forma plena la misericordia del Padre.
En las Sagradas Escrituras, se presenta al Señor como «Dios misericordioso». Este es su nombre, a través del cual Él nos revela, por así decir, su rostro y su corazón. Él mismo, como narra el Libro del Éxodo, revelándose a Moisés se autodefinió como: «Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (34, 6). También en otros textos volvemos a encontrar esta fórmula, con alguna variación, pero siempre la insistencia se coloca en la misericordia y en el amor de Dios que no se cansa nunca de perdonar (cf. Gn 4, 2; Gl 2, 13; Sal 86, 15; 103, 8; 145, 8; Ne 9, 17). Veamos juntos, una por una, estas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de Dios.
El Señor es «misericordioso»: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar en las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es la de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista para donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno «visceral».
Después está escrito que el Señor es «compasivo» en el sentido que nos concede la gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre listo para acoger, comprender y perdonar. Es como el padre de la parábola del Evangelio de san Lucas (cf. Lc 15, 11-32): un padre que no se cierra en el resentimiento por el abandono del hijo menor, sino que al contrario continúa esperándolo —lo ha generado— y después corre a su encuentro y lo abraza, no lo deja ni siquiera terminar su confesión —como si le cubriera la boca—, qué grande es el amor y la alegría por haberlo reencontrado; y después va también a llamar al hijo mayor, que está indignado y no quiere hacer fiesta, el hijo que ha permanecido siempre en la casa, pero viviendo como un siervo más que como un hijo, y también sobre él el padre se inclina, lo invita a entrar, busca abrir su corazón al amor, para que ninguno quede excluso de la fiesta de la misericordia. ¡La misericordia es una fiesta!
De este Dios misericordioso se dice también que es «lento a la ira», literalmente, «largo en su respiración», es decir, con la respiración amplia de paciencia y de la capacidad de soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son aquellos impacientes de los hombres; Él es como un sabio agricultor que sabe esperar, deja tiempo a la buena semilla para que crezca, a pesar de la cizaña (cf. Mt 13, 24-30).
Y por último, el Señor se proclama «rico en clemencia y lealtad». ¡Qué hermosa es esta definición de Dios! Aquí está todo. Porque Dios es grande y poderoso, pero esta grandeza y poder se despliegan en el amarnos, nosotros así pequeños, así incapaces. La palabra «clemencia», aquí utilizada, indica el afecto, la gracia, la bondad. No es un amor de telenovela… Es el amor que da el primer paso, que no depende de los méritos humanos sino de una inmensa gratuidad. Es la solicitud divina a la que nada puede detener, ni siquiera el pecado, porque sabe ir más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.
Una «lealtad» sin límites: he aquí la última palabra de la revelación de Dios a Moisés. La fidelidad de Dios nunca falla, porque el Señor es el guardián que, como dice el Salmo, no se duerme sino que vigila continuamente sobre nosotros para llevarnos a la vida:
«No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme; no duerme ni reposa
el guardián de Israel.
[…]
El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
el Señor guarda tu entradas
y salidas
ahora y por siempre» (121,3-4.7-8).
Este Dios misericordioso es fiel en su misericordia, y san Pablo dice algo bonito: si tú le eres infiel, Él permanecerá fiel porque no puede negarse a sí mismo. La fidelidad en la misericordia es el ser de Dios. Y por esto Dios es totalmente y siempre confiable. Una presencia sólida y estable. Esta es la certeza de nuestra fe. Entonces, en este Jubileo de la Misericordia, confiemos totalmente en Él, y experimentemos la alegría de ser amados por este «Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad».
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica —veo que hay una tropa argentino-uruguaya por ahí—. Llenos de confianza en el Señor, acojámonos a Él, para experimentar la alegría de ser amados por un Dios misericordioso, clemente y compasivo.